La Primera Navidad En El Cielo. Todos se miraban nerviosos. Los latidos de vida se hacían sumamente palpables. Imperaba entre ellos un silencio
- Catagoría: Fe
- Autor: Miguel Pulido
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Los ángeles se miraban entre sí y de vez en cuando echaban un vistazo al Trono. Dios estaba allí, sentado, sosegado. Algunos apostaban que se le escaparon algunas sonrisas en aquel instante eterno.
En ese extraño ambiente, un ángel se acercó a Gabriel:
–¿Es cierto que es una jovencita?–le preguntó.
–Sí–contestó Gabriel–. Aunque es muy joven, tiene un corazón devoto. Hace tiempo no veíamos un alma tan aguerrida en aquellas tierras. Pensé que se iba a negar al anuncio divino; pero lo aceptó sin titubear.
–Pero, ¿por qué tenía que ser de esa manera?–cuestionó el ángel.
–No lo sé. Yo sólo obedecía órdenes—concretó Gabriel.
Y es que todos los seres celestes se hacían la misma pregunta. Desde aquel fatídico día en que los primeros seres humanos le dieron la espalda a Dios, todos sabían que un plan de redención palpitaba en el corazón de la Trinidad. Los más osados sospecharon que se volvería a comenzar la creación de ceros. Otros supusieron que Dios cambiaría el corazón humano sin hacerles preguntas, pero pronto descubrieron que Él anhelaba que la humanidad le amara por decisión, no por imposición. Unos más conjeturaron sobre la posibilidad de una manifestación estrafalaria de la Divinidad que los hiciera postrar a todos de rodillas.
Pero nadie vio venir este plan: ¡que Dios nacería!
¿A quién se le iba a pasar por la cabeza que la Eternidad se delimitaría al tiempo?
¿Quién imaginaría que el Creador viviría entre los seres creados?
¿Dios usando un pañal?
¿Cuál ángel se atrevería a sugerir que el es Vida tendría vida?
¿Por qué no seguir enviando profetas?
¿Encarnarse?
Ya habían pasado nueve meses desde el anuncio que Gabriel le dio a María. Todos miraban atónitos cómo puerta tras puerta tras puerta en Belén se cerraba. Ninguna persona estaba dispuesta a que aquella jovencita tuviera un lugar cómodo para dar a luz. Todo el ejército del cielo estaba dispuesto a ejecutar justicia ante semejante acto de atrocidad. Pero al ver el rostro de Dios, cayeron en cuenta de la tremenda realidad: esta no sería ni la primera ni la última vez que la humanidad le cerraría la puerta en la cara a Dios.
Aquella noche era sólo una radiografía de la historia.
En silencio, el ejército celestial fue testigo de la procesión de la familia. Mientras todo Belén ardía en euforia y ruido, los ángeles miraban fijamente cada paso de la pareja. Veían con angustia cómo las contracciones aumentaban su ritmo y el lugar para dar a luz no aparecía. ¿Dónde iba a nacer Dios?
La tensión se agudizó cuando vieron que José se alejaba de María. Él corría afanado mientras ella trataba de mantenerse fuerte ante el dolor. Un aire de alivio se esparció cuando José volvió con la buena nueva: había encontrado un lugar. Los ángeles se abrazaron, agradecidos por la noticia. Algunos daban rítmicos aplausos de alabanza. Otros empezaban a afinar sus voces para levantar un cántico de exaltación. El silencio imperante se tornó en constantes murmullos de adoración.
Hasta que escucharon las palabras de José: “Es un pesebre”.
¡¿Un pesebre?!
Aquel que creó las constelaciones, las galaxias, las estrellas; que dio órbita a los planetas; que encausó los portentosos ríos; que dibujó los imponentes seres marinos; que trazó el destino invisible de las aves; que sostiene todo lo que existe…tendría su primera cuna en un establo. El Pastor de Israel impregnaría sus tiernas pieles con el penetrante olor de un establo betlemita. El dador del aliento de vida confundiría su llanto con el de la vaca, el burro y la oveja. Porque Dios es humilde.
Casi tan pronto como María y José tocaron el pesebre, el trabajo de parto se hizo más intenso. Allí, solos y aturdidos, estos seres humanos se prepararon para recibir en sus brazos a quien ni siquiera los cielos pueden contener. Gritos. Llantos. Dolor. Angustia. Sangre. La siempre punzante pregunta de si las cosas saldrían bien se hacía más vívida en un lugar como este. Algunos ángeles notaron que Dios permanecía en silencio en su Trono, clavando su mirada en esa esquina de la Tierra. Más que ansioso se veía alegre.
María estaba extenuada. José la animaba a que hiciera su último esfuerzo. Así, en medio de la fría noche israelita, María dio un grito que traspasó la historia e hizo temblar a los cielos y a la tierra. Porque ese grito impulsó el último esfuerzo de una madre primeriza, logrando sacar de sus entrañas al ser que había albergado con devoción durante los últimos meses.
Los ángeles dirigieron su mirada al Trono. Dios se ponía en pie lenta y pesadamente, como aguardando a dar una buena noticia. Y mientras el niño lloraba con fuerza en el pesebre, estas palabras se asomaron de los labios del Eterno: “El Reino de los cielos ha nacido en la Tierra”. Entonces, con una sonrisa, envió a sus mensajeros celestes a dar la noticia a unos pastores.
Los ángeles sabían que esa noche cambiaría el rumbo de la historia como la conocían. El plan de restaurar a toda la Creación había llegado a su recta final. Descubrieron, entonces, la tremenda ironía que suponía este plan de Dios: el plan que rescataría a la humanidad de las pesadas cadenas del pecado había iniciado en medio del rechazo desalmado de los mismos hombres que ese niño venía a salvar. Sin embargo, notaron que entre la indiferencia férrea de los humanos se asomaba la luz de esperanza que irradiaba el rostro del niño-Dios: la Salvación había llegado.
Por eso, con incesante alegría y esperanza los ángeles elevaron el canto que aún resuena en el Universo entero:
“Gloria a Dios en las alturas; paz en la Tierra a los hombres”.
Por Miguel Pulido
Miguel es Teólogo del Seminario Bíblico de Colombia, y pastor de jóvenes de la Iglesia Confraternidad en Bogotá, además de ávido escritor con la capacidad de conectar nuestra realidad con la perspepctiva bíblica.