La corrupción es un ancla al subdesarrollo. Porque ningún progreso es verdadero cuando los pasos se dan sobre el cuello de los más necesitados
- Catagoría: Fe
- Autor: Miguel Pulido
Anuncios
Buenaventura, Chocó, La Guajira, el paro de maestros…
Estamos lejos de la plenitud.
Para colmo de males, el ámbito religioso ha alimentado esta desazón. Se han cometido tantos abusos en nombre de Dios que hay gente que ya no quiere escuchar sobre Dios. Dentro de esta telaraña de maldad se han acuñado términos aparentemente profundos, pero seriamente peligrosos, como el del “profeta”. Si escuchas esa palabra, te aseguro que piensas en una persona que puede predecir el futuro, una especie de vidente. Aunque en la Biblia encontramos narraciones de este tipo, no supongamos que esa era la esencia de su llamado.
El trabajo del profeta estaba ligado con el presente.
Y especialmente con el pasado.
Una y otra y otra vez Israel había desviado la ruta que Dios trazó desde el principio, de tal manera que el profeta era una señal en el camino que les recordaba lo lejos que estaban de casa. Ningún futuro sería viable si no hacían honor a su pasado. Las decisiones presentes, por lo tanto, podían alterar la realidad y hacer virar el barco de su inminente destrucción. La vocación profética encerraba esa sinergia de las dimensiones del tiempo: recordar el pasado, alterar el presente y transformar el futuro.
Por eso uno de los temas recurrentes estaba relacionado con la desigualdad y la corrupción. Los gobernantes se habían aprovechado de los más necesitados, creando a sus expensas imperios que alimentaban su codicia. La distancia de oportunidad económica y judicial entre ricos y pobres era cada vez más amplia. Mientras los gobernantes desperdiciaban comida en sus banquetes, familias enteras anhelaban llenar sus estómagos para arrancarle a la vida otra bocanada de aire.
Lo peor de todo es que estos políticos aliviaban sus hipócritas conciencias con actos públicos de piedad y religiosidad. Suponían que sus decisiones cotidianas, su manejo del dinero o las leyes que establecían para los demás no importaban. Pensaban que una piedad aparente contentaría a Dios.
Sin embargo, Dios aborrece la corrupción.
Porque no es un problema de popularidad en las encuestas o un apartado más en la carrera presidencial o un asunto de dinero o un comportamiento al que debemos habituarnos porque “todos lo hacen”, sino que menoscaba lo que somos como personas. Si nos acostumbramos a la corrupción, le estamos dando la espalda a nuestra humanidad.
La corrupción siempre tiene víctimas.
La corrupción es un ancla al subdesarrollo.
Porque ningún progreso es verdadero cuando los pasos se dan sobre el cuello de los más necesitados.
Como iglesia somos una voz profética, no de las que alimentan la codicia individual sino de las que recuerdan lo lejos que estamos del proyecto de Dios para la humanidad. Es inhumano que existan personas en nuestro país que no tengan acceso al agua potable. No hay justificación alguna para que los recursos de una nación se estanquen en los bolsillos de unos pocos. Cometemos un grave error cuando permitimos que esta cuestión se limite a si uno es de izquierda o de derecha, porque polarizamos una discusión que no tiene que ver con política… tiene que ver con personas. No se trata de partidos sin rostro, sino de seres humanos perjudicados por otros seres humanos.
Cuando hablamos de maldiciones normalmente pensamos en dimensiones espirituales al estilo de la película del Exorcista, pero el pecado es en sí mismo una maldición. Las decisiones que tomamos tienen el poder de convertir la vida de otros en un Infierno. Acostumbrarnos a la corrupción es una forma de permitir que este maldito hábito humano siga dañando nuestra tierra.
Por eso hablar al respecto no es una opción; es un deber sagrado.
©MiguelPulido
Por Miguel Pulido
Miguel es Teólogo del Seminario Bíblico de Colombia, y pastor de jóvenes de la Iglesia Confraternidad en Bogotá, además de ávido escritor con la capacidad de conectar nuestra realidad con la perspepctiva bíblica.