Que el único lugar abierto para un chiquillo que ha visto por primera vez la luz (y requiere cuidados especiales) sea un pesebre, ¡eso es repugnante!
- Catagoría: Fe
- Autor: Miguel Pulido
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Cirenio es gobernador de Siria. Roma está en su apogeo militar. Augusto César es emperador de todo el mundo conocido. Parece que la máquina de conquista romana no tiene ningún punto débil; quien se ha atrevido a sublevarse ha recibido las crudas consecuencias de su osadía. Y, en este punto, César decide hacer un censo. Ordena que todo habitante del imperio se dirija a su lugar de origen para ser empadronado.
Cirenio es gobernador de Siria. Roma está en su apogeo militar. César ha decidido hacer un censo, lo cual hace que todo habitante vaya a su lugar de origen para ser empadronado. Entonces, en un remoto punto del imperio llamado Judea, José se dirige hacia Belén para cumplir lo estipulado por el emperador. Sin embargo, su travesía cuenta con un ingrediente especial: está viajando junto a su desposada, quien está embarazada.
Cirenio es gobernador de Siria. Roma está en su apogeo militar. José y su mujer, llamada María, llegan a Belén. Lucas, el historiador y evangelista, nos cuenta que, estando ellos allí, María cumplió su período de gestación y dio a luz. El problema es que el mesón no tiene espacio para nadie más; la ocupación está en su límite. No hay lugar ni siquiera para esta familia y su recién nacido.
¿Qué puede hacer, entonces, una pareja que ha tenido su primogénito en estas condiciones?
Ir a un pesebre… ¡¿Un pesebre?!
¡Eso es repugnante!
Piénsalo detenidamente.
Que nadie haya tenido ni siquiera una pizca de misericordia para darle un espacio diferente a una madre primeriza que ha dado recientemente a luz, ¡eso es repugnante! Que todo un pueblo haya cerrado sus puertas a una familia con un infante recién nacido, ¡eso es repugnante! Que el único lugar abierto para un chiquillo que ha visto por primera vez la luz (y, como todos, requiere ciertos cuidados especiales) sea un pesebre, ¡eso es repugnante!
Nuestra idea moderna de un pesebre—influenciada por el estúpido romanticismo del mundo comercial—, no nos permite imaginarnos ese lugar como algo repugnante. Pero ¡un pesebre es un pesebre hoy y en el primer siglo! Fue y es la casa del ganado. Y (aunque todavía no conozco vacas, ovejas o caballos palestinos), por lo general, los animales que allí residen no son muy aseados. Tampoco son cuidadosos con dejar sus desechos en el lugar indicado. De hecho, esos desechos son los que dotan esos espacios de su olor característico, el cual no es para nada agradable. Un pesebre no es fantástico, ¡es repugnante!
¡Un pesebre no es el lugar ideal para un niño recién nacido!
Cirenio es gobernador de Siria. Roma está en su apogeo militar. Mientras Belén está abarrotada de gente gracias al censo del César, un grupo de pastores está haciendo su trabajo nocturno de vigilancia en algún punto de los prados de Judea. Pero esa noche tiene algo único: un ángel se aparece a estos pastores y les anuncia el nacimiento de Cristo el Señor. Además, les indica que lo encontrarán envuelto en pañales y acostado en un pesebre, sitio con el que seguramente estaban familiarizados. Y, como si todo lo que les ha ocurrido hasta el momento fuera poco, observan algo aún más sorprendente: una multitud de seres celestiales aparecen ante sus ojos alabando a Dios:
¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!
(Lucas 2:14)
Tras esta impresionante visión, los pastores se dirigen hacia el pesebre. Allí encontraron a María, José y al niño Jesús acostado en la casa del ganado; Cristo reclinado en el mismo lugar donde los animales encontraban refugio: un pesebre.
¡Qué extrañas paradojas estallaron cuando el Señor se encarnó para nacer entre los mortales!
Lo divino se hizo vulnerable. El Dios de brazos abiertos encontró todas las puertas cerradas. El Eterno usó pañales. El Rey del Universo recibió a unos cuidadores de ovejas como sus primeros visitantes. La Gloria de Dios encontró su morada entre la repugnante indiferencia humana que lo llevó a un lugar repugnante. Lugar que, sin importar su inapropiada condición, recibió al Señor como su huésped especial.
Así fue la primera Navidad: insólita, chocante, repugnante.
Eso es lo que implica la encarnación: negación, humildad; la manifestación de un Dios que se hizo pequeño.
Es la realidad que tendemos a olvidar con mucha facilidad.
Razón tenía Pablo al decir que Jesús se despojó[1] de su propia naturaleza al hacerse semejante a nosotros (Filipenses 2:7). Porque la encarnación encierra en su centro un misterio de amor. Un misterio que no nos revela a Dios desde su grandeza, sino desde su pequeñez. Un misterio que nos muestra la miseria humana y la humildad divina. Un misterio que descubre el inagotable amor de Dios por el hombre. Un misterio que, como todo misterio, es imposible de contener en la finita mente humana.
Perdemos un punto esencial del carácter de la encarnación divina cuando omitimos lo repugnante que resultó el nacimiento de Jesús: una repugnante primera navidad. Recordar este punto tan chocante nos lleva a ver a ese Dios que se hizo pequeño, simple, humano. El Dios que se reveló, precisamente, en su pequeñez. Y que lo hizo por una razón: ama el rostro que aparece en tu espejo cada mañana.
Cirenio es gobernador de Siria. Roma está en su apogeo militar…
Y en Belén, la ciudad de David, nació Cristo el Señor. Un pesebre fue su primera cuna. Suena repugnante, pero en realidad es glorioso.
©MiguelPulido
[1] El verbo griego kenoo (traducido como “despojar”) ha sido un asunto de discusión por mucho tiempo entre los teólogos. Básicamente, la pregunta que dirige la discusión es: ¿qué fue lo que perdió Dios en y con la encarnación?
Por Miguel Pulido
Miguel es Teólogo del Seminario Bíblico de Colombia, y pastor de jóvenes de la Iglesia Confraternidad en Bogotá, además de ávido escritor con la capacidad de conectar nuestra realidad con la perspepctiva bíblica.